Los grandes autócratas que han detentado un gran poder han tratado siempre de poner distancia entre ellos y el común de los mortales. Lo hizo su Católica Majestad Felipe II quien al construir un templo para Dios y una tumba para él, alumbró una de las grandes maravillas arquitectónicas de todos los tiempos: el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Otro tanto hizo quien ha pasado a la historia como el autócrata por excelencia. Se le atribuye la frase: «El Estado soy yo». Es posible que Luis XIV de Francia, su Majestad Cristianísima, no dijera jamás tal cosa, pero su trayectoria vital señala que pudo hacerlo perfectamente. El autócrata francés construyó Versalles. Un palacio donde quedara reflejado el esplendor y la magnificencia de un monarca que ejercía el poder forma absoluta. También la autocracia fue la nota dominante de quien subió al poder como octavo emir independiente de Al-Andalus y pocos años después se proclamó califa de los creyentes (929). Nos referimos a Abderrahmán III al Nasir, el primer califa de Al-Andalus. Si Felipe II construyó el monasterio de El Escorial y Luis XIV el palacio de Versalles, el andalusí construyó, a partir del 936, la ciudad palatina de Medina Azahara.

La leyenda dice que para ofrecerla a una de sus concubinas que se había convertido en su favorita: Azahara y así quedaría explicado de forma poética el nombre de la ciudad califal.

La realidad es mucho más prosaica. Su construcción, como en el caso de Felipe II y de Luis XIV, responde a un planteamiento político. La dignidad del califa, como las de ambos monarcas cristianos, exige, tras la proclamación del califato, un símbolo del poder de su titular. Medina Azahara es el más acabado ejemplo del poder del califa y al igual que el monasterio de El Escorial o el palacio de Versalles se encuentra fuera de la ciudad que ostenta la capitalidad del Estado, pero a una distancia que le permita su control. La ciudad palatina de los omeyas andalusíes se construirá a poco más de una legua —unos siete u ocho kilómetros— al oeste de Córdoba y se provecharán las primeras estribaciones de Sierra Morena.

A diferencia de San Lorenzo de El Escorial y Versalles, Medina Azahara quedó arruinada cuando en torno al 1010 el poder de los omeyas desapareció y llegó el fin al califato cordobés. La destrucción llevada a cabo por las descontroladas turbas cordobesas fue completada por el rigorismo religioso de los almorávides que arrasaron lo poco que había quedado en pie de aquella maravilla que asombraba a quienes, a veces desde lugares muy lejanos, llegaban a la corte califal. Su destrucción hizo que durante mucho tiempo se convirtiera en cantera de la que Córdoba se proveía de materiales constructivos. Tal fue la destrucción que incluso se perdió la memoria de su existencia y sus pobres restos quedaron ocultos por la maleza serrana que había vuelto a rebrotar.

Durante mucho tiempo Medina Azahara fue una ensoñación perdida, incluso confundida con los restos de la Corduba romana hasta que los eruditos renacentistas aportaron las primeras pistas de ser la ciudad palatina de los omeyas. Hace ya más de un siglo comenzó un proceso de excavación y recuperación de la que fue joya de la arquitectura civil omeya. Tan lento que ha permitido, ante la pasividad de las autoridades cordobesas, la parcelación ilegal y el destrozo urbanístico de su propio entorno. Ahora se presenta su candidatura para ser declarada por la Unesco «Patrimonio de la Humanidad», pese al prolongado desapego sufrido a lo largo del tiempo, Medina Azahara merece ese reconocimiento.

(Publicada en ABC Córdoba el 27 de enero de 2018 en esta dirección)

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