El conocimiento, el sistema económico imperante o la escala de valores de una sociedad del pasado nos sitúan en un escenario muy diferente al de nuestro tiempo.  Supersticiones, hoy inadmisibles, fueron en otro tiempo consideradas conocimiento científico, disciplinas académicas cursadas en las universidades. Era el caso, por ejemplo, de la Astrología cuyos devotos en nuestro tiempo siguen consultando el horóscopo que sigue publicándose en las páginas de muchos periódicos y revistas, para saber que les depara la jornada. También fueron muy comunes en otras  épocas los almanaques llenos de pronósticos, alguno de los cuales sigue gozando el favor de cierto público, como es el caso del llamado Almanaque o Calendario Zaragozano, de don Mariano del Castillo y Ocsiero.

Lo que en otros tiempos eran secretos que se guardaban celosamente o misterios y enigmas cuya explicación resultaba complicada se interpretaban acudiendo a la magia y el milagro, rememorando viejas leyendas. Lo que para las gentes que vivieron en la Edad Media -época bastante menos oscura y bárbara de lo que nos contaron algunos tratadistas del Renacimiento como ponen de manifiesto las esplendidas catedrales góticas- significaban enigmas indescifrables o arcanos misteriosos dejaron de serlo hace mucho tiempo, si bien algunos de su temores y miedos siguen vigentes todavía. Estaban obsesionados con el temor a la oscuridad porque la noche era el tiempo del maligno y les provocaban pavor ciertos fenómenos naturales como las tormentas. Muchas de las mentes sesudas de entonces afirmaban que sobre ellas cabalgaban los demonios. Una tormenta, cuyos efectos podían ser demoledores en una sociedad eminentemente rural, estaba asociada a Satanás y sus legiones de demonios que quedaron representados en muchas de las gárgolas de las catedrales.

Los viajes eran considerados como desarraigo. Durante mucho tiempo los mercaderes ambulantes, llamados pies polvorientos, estuvieron mal vistos. Un viaje era una cosa extraordinaria y la inmensa mayoría de las gentes de la Edad Media tenían un horizonte geográfico muy limitado, los viajeros fueron un reducido número marcando un gran contraste con nuestro tiempo. Esa circunstancia y el hecho de que el mundo fuera para las gentes de la época un misterio, hacía que se imaginase la existencia de lugares extraños, maravillosos y mágicos como la Tierra del Preste Juan, la Isla de San Borondón o la ciudad donde estaba la fuente cuyas aguas permitían la eterna juventud.

Fue aquel un tiempo de animales fantásticos como los dragones o los unicornios. Una época de profetas y de visionarios apocalípticos que anunciaban un futuro, por lo general, muy poco atractivo que se daba la mano con el llamado milenarismo. También el tiempo dorado de la alquimia y los alquimistas, de la búsqueda de fórmulas mágicas que podían permitir alcanzar la eterna juventud. El de los símbolos hoy difíciles de interpretar o el de un conocimiento de los números que iba mucho más allá del de signos que se utilizan para contar. En definitiva, un mundo enormemente atractivo para las mentes racionales de nuestro tiempo, herederas de la ilustración dieciochesca que sacrificó en el altar de la razón buena parte conocimiento empírico.

Estos días ha llegado a mis manos un libro titulado “Misterios, secretos y enigmas de la Edad Media” que nos descubre los miedos y los afanes o la búsqueda de explicaciones para lo extraordinario entre las gentes del medioevo. Una primera lectura nos lo presenta como muy diferente del nuestro. Pero una reflexión más profunda nos lleva a preguntarnos si esa diferencia es tan grande. Invito a su lectura.

(Publicada en ABC Córdoba el 17 de junio de 2017 en esta dirección)

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