Los primeros días de agosto, una fecha muy importante en un país como España que tiene una parte sustancial de su Producto Interior Bruto en el turismo, hemos sufrido una huelga de taxistas. El momento escogido para la huelga, como es habitual en estas situaciones, ha tenido lugar en una fecha donde su incidencia tuviera el mayor impacto posible. En este caso, en el cambio de los dos meses veraniegos por excelencia. Las consecuencias, amén de las que se derivaban para los millones de personas que acababan o iniciaban sus vacaciones o para los visitantes extranjeros que alcanzan en estos días sus máximas cifras, han afectado a numerosas parcelas de la vida ciudadana. Como por ejemplo aquellas personas que tienen movilidad limitada y han de asistir a centros hospitalarios para recibir atención médica. En las grandes ciudades, como Madrid, Barcelona, Sevilla o Málaga el caos circulatorio alcanzó los días de la huelga cotas notables y en ciudades como Córdoba, Santander o Valladolid creó importantes problemas.

Eran los efectos de una huelga en un país democrático que tiene recogido y consagrado ese derecho para sus trabajadores. Absolutamente nada que objetar ni por la huelga ni por la fecha escogida.

Si se analiza la principal de las razones que ha conducido a ella -el creciente número de licencias de los denominados vehículos con conductor o la existencia de compañías como Uber o Cabify-, el taxi ha de hacer una reflexión mucho más profunda y no limitarse a señalar el valor de sus licencias para manifestar su rechazo frontal a estas formas de transporte a lo que se añade, con mucha razón, las formas de tributar de alguna de estas compañías. Se trata de detalles en la prestación de un servicio. Detalles que van mucho más allá de historias concretas sobre el comportamiento de algunos profesionales del ramo que aluden a la falta no ya de amabilidad, sino de corrección con que tratan a los clientes. Se trata de detalles como el de la limpieza de los vehículos -es frecuente, caso de utilizarse el asiento conocido como del copiloto, que esté ocupado por carpetas, papeles y otros objetos-. Se trata de la música que suena en la radio o de la indumentaria del taxista -cada vez está más extendido el uso de chanclas, bermudas, camisetas…-. Se trata del olor del vehículo o del extendido maledicente vocabulario sobre acciones de otros conductores. La pérdida de ciertas formas de comportamiento que domina entre amplios sectores tiene su reflejo en la profesión.

Los nuevos sistemas de transporte han apostado por una calidad a partir de una educada actitud, que incluso llega a la exquisitez, en el trato al cliente por parte del conductor. Ofrece agua preguntando, si se prefiere natural o fría, o, caso de que se desee oír música, qué clase de música. Acompaña a ello una indumentaria impecable y una impoluta limpieza del vehículo. Sin cuestionar el derecho a una huelga que todo trabajador tiene, el sector del taxi, más allá de la legítima defensa de sus intereses, se encuentra amenazado por una competencia que le gana la partida, me atrevería a decir que por goleada en las nuevas formas de trasporte público. Tiene que reflexionar sobre los usos que han arraigado en la profesión y que no cuentan con el aplauso de una parte importante de sus clientes. Tienen que renovarse o terminarán muriendo.

(Publicada en ABC Córdoba el 8 de agosto de 2018 en esta dirección)

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