Hay quienes han considerado el Romanticismo como un movimiento trasnochado. Surgido tras la fuerte sacudida, no sólo militar, que significaron para la Europa de comienzos del siglo XIX las guerras napoleónicas, que buscaba mirar hacia un pasado ya periclitado -principalmente a la Edad Media- con el propósito de evadirse de la nueva realidad política, social y económica que tomaba forma en el Viejo Continente. Era, para quienes defienden esta opinión, una forma de evadirse de una realidad que ni compartían ni les gustaba. Así, por ejemplo, surgía de la mano del escocés Walter Scott la novela histórica. Literatura que situaba al lector en aconteceres de otro tiempo. En un mundo más aristocrático, más caballeresco y más rural. En una época de convicciones religiosas más profundas, tanto como para que los europeos de esos siglos pretéritos emprendieran aventuras como las de las Cruzadas o que años más tarde se mataran entre católicos y protestantes -como hacen ahora a diario chiíes y sunníes- por la defensa exacerbada de sus creencias religiosas, aunque el materialismo histórico de los marxistas negase, con mucho énfasis, que esas fueran las causas que provocaban tales efectos.

Visto desde esa perspectiva, el Romanticismo, como movimiento literario y cultural, venía a suponer un rechazo a los nuevos planteamientos políticos y sociales que ganaban terreno en la Europa de aquellas décadas primeras del siglo XIX. Es decir, rechazo al ascenso social de la ya poderosa burguesía en el terreno económico, o a las nuevas corrientes políticas que hablaban de soberanía nacional, separación de poderes, derechos y libertades que se plasmaba en unos textos abominables, denominados constituciones.

La mirada al pasado se utilizaba como antídoto contra el presente. Algo de eso parece haber funcionado en el Reino Unido de nuestros días para que el brexit se haya impuesto de la forma que lo ha hecho. Ha sido la mirada a un pasado, imperial y glorioso, añorado por muchos británicos. Echan de menos a la poderosa nación que gobernó un gigantesco imperio hasta después de la Segunda Guerra Mundial; que era el taller del mundo y dueña de los mares. Como aquellos románticos que echaban de menos las formas imperantes en otro tiempo y consideraban mejor cualquier tiempo pasado. Han sido los británicos de más edad, los que viven en las zonas más rurales del país, los más apegados a las viejas formas los que culpaban de la decadencia británica a las nuevas realidades que se abrían paso. Males consecuencia de su pertenencia a la Unión Europea a la que había que abandonar. Su rechazo a una inmigración sin barreras -muchos de ellos gentes procedentes de las colonias de su viejo y desaparecido imperio- y que pone en peligro sus esencias tradicionales ha sido un factor decisivo a la hora de votar. Ahora toca asumir las consecuencias de unos planteamientos que, vistos desde fuera nos parecen trasnochados, pero que han sido elemento principal en el resultado de la consulta. Y, como se dice por estas latitudes, hay que asumir las consecuencias de los actos: a lo hecho, pecho.

Tan importantes son los rescoldos del viejo imperio entre muchos británicos que les han bastado las declaraciones de Donald Tusk, presidente del Consejo de Europa, acerca de que el tratamiento de Gibraltar respecto a la Unión Europea pasa necesariamente por los planteamientos que se formulen desde España, para que se haya ha encendido la alarma en la “pérfida Albión” y alguno hasta invoque la guerra.

(Publicada en ABC Córdoba el 8 de abril de 2017 en esta dirección)

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