Don Alfonso de Sousa, un bastardo de la casa real portuguesa, vino a Castilla cuando reinaba Alfonso X, conocido como el rey Sabio. Después de participar en algunas acciones militares que llevaron al monarca a entregarle el señorío de Castil Anzur, se avecindó en Córdoba, reinado ya Alfonso XI -uno de los dos reyes de Castilla que están enterrados en la colegiata de San Hipólito-, donde contrajo matrimonio con doña María Gómez Carrillo, vástago de una de las ramas de los Fernández de Córdoba por vía materna. Doña María llevó como dote, entre otras cosas, unas casas principales ubicadas en la calle que hoy se llama Rey Heredia y cuya puerta falsa daba a la plazuela de Jerónimo Páez.

Como muchas familias de la nobleza cordobesa el matrimonio de don Alfonso y doña María quiso tener capilla propia, que sirviera de sepultura a su estirpe, en la catedral. Solicitaron al cabildo eclesiástico lugar a propósito para ello y les fue concedido en el muro sur de la parte de la mezquita correspondiente a la ampliación realizada por Almanzor, cerca de la capilla de San Clemente y que se puso bajo la advocación de la Encarnación  Como pago por esa capilla de carácter funerario en lugar de privilegio ofrecieron al cabildo treinta y cuatro yugadas en dos sitios diferentes. No era poca cosa, si tenemos en cuenta que una yugada era el terreno que una yunta podía labrar en un día.

El matrimonio tuvo cuatro hijos, uno de sus vástagos, una niña fue bautizada como Juana, la cual sostuvo un largo romance con el conde de Trastamara, que más tarde subiría al trono con el nombre de Enrique II. Fruto de esos amores doña Juana alumbró un varón al que llamaron Enrique. El romance concluyó –el primero de los Trastamara tuvo merecida fama de mujeriego-, pero el monarca no se olvidó de su vástago al que concedió los títulos de duque de Medina Sidonia y conde de Cabra. La muerte de Enrique cuando estaba en la flor de la vida, no había cumplido los treinta años, hizo que la madre enloqueciera de dolor. Fue sepultado en la capilla familiar y doña Juana para estar cerca de él, solicitó y obtuvo del cabildo catedralicio poder acomodarse en un aposento, que más tarde bautizaron con el nombre de “Cuarto del Chocolate”, dentro del propio templo. Allí pasó el resto de sus días adonde criados de su casa le llevaban la comida. Sólo por la noche salía de su encierro para postrase de hinojos ante la tumba de su hijo a cuyo lado fue enterrada cuando falleció. El ataúd donde reposaban los restos de don Enrique sufrió varios traslados y hoy, como recuerdo de su paso por este mundo, queda una lápida mucho más reciente, en la que puede leerse: “Aquí yace don Enrique de Castilla. Duque de Medina Sidonia. Conde de Cabra. Señor de Alcafán y Morón, hijo del muy alto Rey Enrique II, el magnífico”.

Cuentan que  algunas noches puede intuirse la presencia del fantasma de doña Juana y que todavía se oyen sus sollozos por la pérdida de su hijo, que había ostentado por primera vez dos de los títulos más importantes de la nobleza andaluza. No está de más recordar en estos días en que se celebran Todos los Santos y el Día de los Difuntos, esta leyenda que, como todas, encierra un fondo de verdad, con su fantasma incluido.

(Publicada en ABC Córdoba el 2 de noviembre de 2019 en esta dirección)

Imagen: Pixabay

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