Durante años ha sido una práctica habitual en los concursos para la adjudicación de los contratos de las administraciones -principalmente en lo que a obra pública se refiere- la existencia de lo que se denomina baja temeraria. Es decir, ejecución de la obralicitada, según se estipula en el proyecto y pliego de condiciones, por un precio muy inferior al que los técnicos han señalado como el adecuado para su realización. Puede pensarse que los precios han sido hinchados para que las empresas acudan a la licitación y la obra no quede sin adjudicarse por falta de ofertas. Debió de ocurrir en algún caso. Pero fue muy normal, en aquellos años del jolgorio, en los que se apaleaban los euros por millones, llevar a cabo sobre los precios bajas que, en ocasiones, alcanzaban hasta el cuarenta por ciento del precio fijado para licitar.

Luego solían venir los llamados «reformados» que suponían la necesidad de ejecutar obras que se consideraban imprescindibles parallevar a buen término la obra y que no estaban recogidas en el proyecto o eran susceptibles de interpretación. Con frecuencia no se trataba de asuntos menores que podían solventarse con pequeñas modificaciones. Se trataba de obras de mucha entidad. Tanta que resultaba casi inaudito que no se hubieran contemplado. Eso suponía que el proyecto inicial podía estar mal redactado o que se habían cometido graves errores. En numerosas ocasiones, una obra adjudicada a quien había ofertado una baja temeraria suponía, al menos teóricamente, un notable ahorro para la administración, pero acababa convertida en una auténtica pesadilla. Muchas veces los «reformados» añadidos para la correcta conclusión de la obra, elevaban su coste muy por encima del precio de licitación inicial. Una verdadera ruina.

En España, los «reformados» acabaron por convertirse en una especie de norma muy extendida entre las empresas españolas. Eso supuso serios problemas para algunas de ellas, de mucho fuste y con gran proyección fuera de nuestras fronteras, al tratar de introducirlos en obras internacionales de importante calado, siguiendo la costumbre aquí instaurada, pero que en otras latitudes se encontraba con un rechazo frontal.

Hace algunos meses entró en vigor una nueva Ley de Contratos del Sector Público con la que se trataba de poner freno a prácticas tan detestables como la que comentamos y algunas otras que se prestaban a manipulaciones en la contratación. Parece ser que no ha surtido el efecto adecuado, según denuncian cualificadas asociaciones de empresarios y profesionales, según señalaba días atrás ABC. Para estas asociaciones las bajas temerarias siguen primando en las adjudicaciones, así como la existencia elementos, tenidos en cuenta a la hora de las adjudicaciones, poco adecuados. Tal es el caso de valorarcriterios de género que la propia administración no cumple y que son poco menos que imposibles de cuantificar o considerar determinados elementos técnicos que poco tienen que ver con la calidad de la obra ejecutada.

Estamos ante una ley que se elabora con el propósito de poner fin a ciertas prácticas, verdaderamente detestables porque han permitido toda clase de chanchullos, que han estado presentes en las adjudicaciones públicas, pero que al parecer no va a cumplir la finalidad que persigue. Situaciones como esta hacen buenos los principios políticos por los que se regía Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, importante político en la España de la Restauración, cuando afirmaba la poca importancia que había que darle a las leyes porque la clave estaba en los reglamentos.

(Publicada en ABC Córdoba el 21 de marzo de 2018 en esta dirección)

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