Desde hace ya algún tiempo, el interés de los estudios de Historia por la vida cotidiana nos ha llevado a conocer ciertas realidades de la meteorología del pasado. Hoy conocemos, por ejemplo, tras los estudios de Enmanuel Le Roy-Ladurie -su libro «El clima después del año mil» sigue siendo una referencia, pese a los años transcurridos desde su aparición- numerosos detalles sobre las variaciones climáticas habidas en Europa durante el último milenio. Sabemos que hubo una pequeña Edad del Hielo, que vino a coincidir con lo que la historiografía ha denominado como el Antiguo Régimen. Una pequeña Edad del Hielo que se desarrolló desde mediados del siglo XVI hasta bien avanzado el XIX y que tuvo su momento más crítico entre las últimas décadas del siglo XVII y los comienzos del XVIII.

Pero una cosa son las alteraciones climáticas y otra los fenómenos meteorológicos. En el área mediterránea los periodos de sequía han sido frecuentes a lo largo del tiempo. También se han desencadenado con frecuencia lluvias torrenciales. Las alteraciones meteorológicas en el reino de Córdoba en el siglo XVII fueron particularmente numerosas. Tenemos referencias que señalan grandes avenidas que inundaban buena parte de la ciudad, al desbordarse el Guadalquivir, además de atarquinar los numerosos molinos de la ribera del río, cuya harina era fundamental para el abastecimiento de pan a la ciudad. Así mismo, tenemos noticia de que el corregidor Ronquillo y Briceño, el que configuró el espacio de la plaza de la Corredera de la forma en como ha llegado a nuestros días, amenazó a los dueños de los cortijos de la campiña quienes, ante una grave sequía, no sembraban los campos con entregárselos a los jornaleros y utilizar como simiente trigo procedente del pósito municipal, que sigue en un más que lamentable estado de abandono y definitivamente olvidada por la actual corporación su posible restauración. Buscaba Ronquillo que el hambre no se prolongase si las ansiadas lluvias llegaban, aunque fuera de forma tardía. Sabemos también que estos difíciles comportamientos meteorológicos provocaban situaciones particularmente críticas en una sociedad cuya economía era básicamente agropecuaria, por la noticia de numerosas procesiones de rogativas, novenarios y otros actos litúrgicos que se celebraban, casi siempre invocando la lluvia, aunque en alguna ocasión se solicitaba su cese.

Hoy, en una sociedad, que cuenta con un alto nivel de desarrollo tecnológico, que facilita la explicación de estos fenómenos -nuestros antepasados contaban con medios mucho más limitados y buscaban soluciones taumatúrgicas- y que nos proporciona una información abundante en lo que se denomina como tiempo real, nos agitamos, como en el pasado, ante dichas situaciones e inmediatamente hay quien las achaca al cambio climático. En realidad, la existencia de alteraciones meteorológicas ha acompañado a la humanidad a lo largo de la historia. Las sequías han hecho acto de presencia en el área mediterránea a lo largo del tiempo y las lluvias torrenciales han provocado graves catástrofes. También ha sido habitual la aparición de las ahora conocidas como olas de calor. Nada nuevo, pues, si tenemos presente lo que ocurría en el pasado. Hay una cierta tendencia a relacionar la existencia de una meteorología adversa con el cambio climático, que se está produciendo en nuestro planeta y cuyas consecuencias van a resultar letales, si no se le pone remedio. La meteorología es una manifestación del clima. Una alteración climática se produce a mucho más largo plazo que una prolongada sequía o un tiempo de lluvias torrenciales.

(Publicada en ABC Córdoba el 20 de octubre de 2018 en esta dirección)

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